Primera vez

Estoy nerviosa. La primera vez de algo suele ser compleja. En la primera vez podemos vernos a nosotros mismos en la mímica de hacer eso que haremos. Como mirarse al espejo profundizando los detalles de lo que imaginamos que pasará. ¿Qué haré al entrar a ese lugar? 

A él lo contacté por Instagram. Al principio me likeaba todo. Después se fue acercando por charlas en privado. Del privado al Whatsapp y a nuestra primera cita, hoy. No lo conozco más que por fotos que no incluyen su cara, pero me gusta. Hay algo en él que me atrajo desde el principio. Hoy es la primera vez de ese todo. 

Estoy vestida de rojo. El color me lleva a relacionarme con la pasión. Me lleva a ser joven, a lidiar con el temor de la primera charla con el chico que me gustó toda la secundaria. A sortear la primera impresión de lo que pensaba que era bueno. A la primera caricia en los reservados del boliche. Al primer trago de vino. La primera menstruación. Los recuerdos convergen a hoy: el color rojo, porque él dijo “la primera cita debe ser roja siempre”. 

La puerta de rejas labradas muestra unas letras convincentes: RV. Me hacen pasar y en el trayecto controlo el labial. El corpiño rojo debajo del tul del mismo color. Una minifalda roja y los labios carnosos también enrojecidos con labial de excesivo brillo rojo. Abre la puerta. Quedo pausada.

En principio, sostiene mi mano y me dejo guiar por un pasillo silencioso. Sube una escalera. Lo sigo delicada y atenta. Corredor nuevo con tintes rojizos. No me detengo a ver los detalles porque lo hostigo en el trayecto. Sonrío, siniestra, sutil. Abre otra puerta, camina de espaldas a mí. Me sorprende la gama de tonalidades y objetos: todo, absolutamente todo, es de color rojo.

Me intriga su mirada cuando me hace arrodillar cerca del umbral y yo, por alguna extraña razón que no comprendo, hago exactamente lo que indica. En la lentitud justa que señala. Trago saliva y el silencio profundo separa los espacios del vacío. Percibo cierta intensidad morbosa en ese rojo y todo comienza a gustarme un poco más. 

Lo siento detrás mío sin acercarse mucho. Escucho el crujir del cuero de los zapatos sobre la alfombra roja. Levanto apenas el mentón con cierto miedo a una represión implícita. Estamos frente a un espejo rojo que nos hace invisibles a su poder. Así, como cuando dejé de vibrar en la cama con el que me iba a desilusionar. 

Intento captar imágenes de la habitación. Muevo los ojos lentamente para observar, grabo recuerdos. Deseo ver su cara, pero estorba el rojo. Me concentro, respiro el tiempo de los objetos. Las distancias, los matices. La primera impresión de la habitación al mismo tono me colapsa. Ahora me detengo en los momentos, los oscilo, los abrazo. La cómoda es de terciopelo. Puedo sentir la tibieza de su tela llevando mi mano por lugares inhóspitos. O las patas onduladas de madera, enrojecidas, una excéntrica sangre de primera vez. Hay una banqueta y un jarrón. En sus paredes se forman claroscuros, algo parecido caminar en curvas pronunciadas. 

No sé por qué pienso en esto de caminar. Un paso adelante del otro. Cruzando un pie. Luego, otro. Caminar como si la borrachera se tentara con vos, sobre unos tacones que me imaginé rojos. Aprieto los muslos, intento sostenerlos así. Me palpita el pecho, el vientre. La mano de él aparece con asombro por mi boca. La abre. Se desliza por el cuello con la textura que percibí en nuestras charlas. La precisión con la que roza o aprieta. Su caricia es benévola o perversa. Mi respiración se ha alterado. Los dedos recorren cuello, mentón, nuca, oreja. Dedos que me dejan fotografías de su cara. No sé si es su mirada o la mía la que segrega tinta en la pupila. Es su forma, su orden, el acatamiento. El rojo me erosiona y temo perder la piedad. 

Mi pecho sube y baja y la puntada me parece nueva. Un hilo de necesidad urgente sube por mis piernas y se adentra cada vez más cuando él mueve su mano. Trato de permanecer flexible a su orden impúdica. Porque no dice nada, pero sé con perfección severa que ordena y yo acepto esa orden. Me arrodillo y espero hechos que dispara mi mente hacia rincones nocturnos. Hay un declive que me lleva a pedirlo todo. Me recuesto sobre la alfombra y solo tengo una mirada permanente y la sonrisa de quien sabe perder una batalla a propósito. 

Todavía no recuerdo cuando dejé de temblar.

 

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